A QUÉ LE LLAMAMOS CULTURA DEL AGUA Y PORQUÉ ES IMPORTANTE


En términos históricos, la gestión del agua en México se ha orientado a satisfacer la demanda y ha enfrentado los retos inherentes al crecimiento demográfico con cuantiosas inversiones en infraestructura hidráulica. Así se forjó una problemática reflejada en la sobreexplotación, la contaminación, los conflictos, la baja eficiencia de la infraestructura, la falta de justicia social en el acceso al recurso y al servicio, y la ausencia del entendimiento de valores y costos del agua —no sólo económicos, sino también ecológicos y sociales—. Es decir, tenemos una crisis en el sistema de gestión, donde las acciones han tenido una visión reducida a la intervención técnica, que no involucra a la población, ni considera aspectos ecosistémicos.
Esta crisis de gestión se vivió —y aún se vive— en diversos países, y eventualmente surgió el concepto de Gestión Integrada de Recursos Hídricos (GIRH) como el camino a seguir. No obstante, para la implementación del GIRH en México son necesarios cambios radicales dentro de este sistema de gestión: se requiere cambiar modos y estilos de vida de cada ciudadano para promover el uso consciente, informado y responsable del agua, donde se conozca y se reconozca el valor ecológico del agua y el costo real y ambiental del servicio; y se promueva la participación social proactiva en la toma de decisiones.
Aquí es donde la cultura desempeña un rol esencial para la gestión del agua. La cultura del agua puede interpretarse como un proceso continuo de producción, actualización y transformación individual y colectiva de valores, creencias, percepciones, conocimientos, tradiciones, aptitudes, actitudes y conductas en relación con el agua en la vida cotidiana. En ese sentido, siempre hemos tenido una cultura del agua, o mejor dicho, una cultura hidráulica. De manera general la población no es susceptible a la problemática, desconoce los procesos necesarios para que el agua llegue a su casa y los procedimientos que se utilizan para su tratamiento y por tanto, no reconoce el valor económico por el servicio del agua, no ahorra y no paga por éste.
En términos de sustentabilidad resulta imprescindible la participación activa de los involucrados; los ciudadanos no sólo deben conocer la información, sino asumir el cuidado del agua como algo propio; al sentir que el problema les afecta directamente, se podrá adoptar elementos de solución y acción activa, conscientemente, lo que por su parte permitirá cambiar los hábitos y actitudes cotidianas. Sin embargo, la estrategia preponderante del Estado han sido las campañas a corto plazo para el ahorro de agua en el hogar y el pago puntual del servicio.

Otro aspecto a considerar son los pueblos originarios, que comprenden la quinta parte del territorio del país, y entre su gran diversidad cultural hay una amplia gama de representaciones simbólicas del agua que han sido fundamentales para su cosmovisión y su concepción de la naturaleza, y que son incompatibles con muchas de las propuestas de desarrollo impulsadas. De tal forma que se han incrementado los reclamos por una gestión participativa de los bienes naturales comunes, por autogestionarlos desde sus propias cosmovisiones y prácticas de producción y de vida con la naturaleza, exigiendo así su derecho de vivir en su naturaleza, en sus territorios, en su agua; conforme a sus tradiciones y a su cultura.
Lo que vemos es que el ser humano racional ha construido un mundo insustentable, hay que entender que no hay manera de promover otros derechos ambientales sin afianzar el derecho al agua como base para lograr un derecho efectivo de todos los seres humanos a la vida como el derecho humano fundamental. Para Leff esta crisis es fundamentalmente una crisis del conocimiento, tiene su raíz en el desconocimiento del mundo, en la ignorancia radical de nuestra constitución como seres vivos habitantes de un planeta vivo: de la disyunción de las complejas relaciones entre cultura y naturaleza.
La cultura del agua no ha de ser entendida como la “cultura del cuidado y del ahorro del agua”, sino que debe implicar un conocimiento sobre las formas de relación entre los procesos económicos y los naturales, debe llevar a la comprensión de los vínculos entre la dinámica del agua y el manejo sustentable de la naturaleza; a restablecer los vínculos entre naturaleza y cultura. Ello significa aprender a vivir en la diversidad cultural de los bienes comunes —como el agua—.
Para esto necesitamos una ética, que no deber ser sólo la ética de la conservación y el manejo sustentable del agua, sino la ética del Diálogo de Saberes, entendiendo que estos saberes sobre el agua y la naturaleza se forjan en territorios culturales. Y aquí es donde la educación desempeña un rol fundamental, como el medio más efectivo que posee la sociedad para confrontar los desafíos del futuro a escala mundial, y para promover la coparticipación proactiva, informada y consciente de todos los actores.
[1] Esta nota se sustenta en los escritos de Enrique Leff y María Perevochtchikova, del libro “Cultura del agua en México: Conceptualización y vulnerabilidad social” (2012) coordinado por la última autora.

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