MENSAJE DOMINICAL
Pbro. Vicente Girarte Martínez
Tu «hermano»
Si tu hermano… has salvado a tu hermano. Al leer estas palabras del Evangelio, me ha venido a la cabeza la parábola del hijo pródigo, cuando el hijo/hermano mayor, hablando con su padre, se refiere al pequeño como «ese hijo tuyo». Como cuando el hijo de cualquier familia ha hecho algo indebido, y uno de los padres se dirige al otro diciendo: «tu hijo…», como si fuera sólo «hijo del otro» y no propio. Cuando alguien comienza una frase así «ese hijo tuyo»…. ya se sabe que lo que sigue no son alabanzas ni parabienes. Por eso, lo primero que responde el padre de aquella parábola al reproche de ese hijo mayor obediente, intachable y…. ¡también bastante desagradable! es: «tu hermano…».
Nos gusta mucho estar en casa como «hijos únicos», sentirnos dueños de la casa, y con derechos adquiridos sobre el padre y su herencia… y el «hermano» que vuelve me estorba, y no pocas veces el que está en casa, que no se ha ido, también. Esto que podría llamarse el «síndrome del hijo único», el que no quiere reconocer en el otro a un hermano, y tiene una buena lista de razones para distanciarse de él… es tan viejo como Caín. Ya recordáis que Yahweh le preguntaba por su hermano, y aquél le respondía: «¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?»
Esta palabra «hermano» me da mucho que pensar. Con frecuencia los predicadores se dirigen a los fieles con estas palabras: «Queridos hermanos» (incluso «queridísimos»). A mí sinceramente no me sale. Y no porque no quiera a las personas, y a bastantes las sienta como hermanas, pero es que decir en general «queridos» a personas que desconozco del todo, y «hermanos» a personas con las que ni siquiera me he saludado alguna vez… me parece un poco vacío, o desgastar de contenido palabras muy valiosas. Aunque quizá podría servirme para recordar que tengo/tenemos/hay… en nuestra Iglesia y en nuestras iglesias…. una tarea pendiente: vivirnos como hermanos, que el otro me importe y me implique como un auténtico hermano.
Nuestra cultura individualista e insolidaria (y cada vez lo es más), así como el peso cultural de los últimos siglos… nos empujan a vivir la fe como un asunto privado, individualista, por muchos padres «nuestros» que recemos. La Reforma Litúrgica del Concilio Vaticano II quiso remar contracorriente de esta mentalidad. Por ejemplo quitó de en medio esa poco afortunada oración «Señor mío Jesucristo», donde el dolor de los pecados viene de que «podéis castigarme con las penas del infierno», y la sustituyó por otra en la que confesamos «ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho», por eso ruego a Santa María, los ángeles, los santos, y a VOSOTROS HERMANOS, que intercedáis por mí». Importante afirmación, en línea con las lecturas de hoy: La conversión personal necesita de la intercesión, mediación, ayuda, de los hermanos (¡y de todos los santos del cielo!): yo solo poco puedo conseguir.
Insisto: mi conversión, mi lucha con el pecado, el perdón que Dios me ofrece por mi arrepentimiento depende en parte de «vosotros hermanos», de que recéis por mí, de que me ayudéis. Como también pedimos en plural, comunitariamente: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo… ten piedad de NOSOTROS. Por no olvidar el «perdónanos… como nosotros perdonamos»…
Sin embargo nos sigue ocurriendo lo de aquel fariseo de la parábola, que a pesar de que estaba nada menos que en el Santo Templo hablando con Dios, miraba de reojo al que estaba bastante más atrás, con evidente desprecio y sentimiento de superioridad, juzgándolo, y condenándolo (incluso con razones teológicas: ¡era un publicano!)… sin sentirse para nada afectado o implicado por su suerte, por su condición. No se le ocurre acercarse, interesarse, ofrecerle alguna palabra de ánimo o misericordia, ¡lo que sea! Aquel fariseo había privatizado a Dios y lo tenía ganado en exclusiva gracias a su comportamiento impecable. Al menos es lo que él se creía, porque dice Jesús que «ni fue escuchado en su oración».
Demasiadas veces eso que llamamos «comunidad» lo hemos convertido en una especie de autoservicio para cubrir mis necesidades personales, sin poner de nuestra parte lo que podamos para que sea una auténtica familia con relaciones cercanas, en donde nos interesemos por el otro. Desconocemos los nombres de los que viven la fe con nosotros, sentados cerca en la misma iglesia y en la misma misa, y con los que nos ponemos en la misma fila para ir a comulgar. Y no es nada raro que los fieles desconozcan el nombre de sus pastores: quién celebra esa misa a la que suelen venir, o quién les confiesa, o les lleva la comunión a casa, o… Nos sentamos en los bancos de la iglesia separados, a distancia (bueno, ahora es obligatorio por cuestiones sanitarias). Algunos evitan dar la paz (ya antes de que hubiera coronavirus) al de al lado, y más si tienen que desplazarse un poco para hacer ese gesto de reconciliación fraterna.
También algunos, bastantes, ¡no todos! (no es justo generalizar ni exagerar) rezan «para dentro», casi ni se les oye, sin darse cuenta que la oración litúrgica es de una asamblea que ora «a una sola voz», unánimes.
Debiera ser lo más natural estar al tanto de las necesidades (de Cáritas, pastorales, etc), los proyectos, las actividades programadas, las cuentas de su «comunidad cristiana». Aportar, sugerir, revisar, proponer… incluso exigir cuando esas cosas faltan. Pero también felicitar, agradecer… algunos sólo se hacen notar cuando algo les desagrada. ¿Cómo debiera ser una comunidad de hermanos, tal como la soñó Jesús, tal como eran las primeras comunidades cristianas?
Pues encuentro chispazos de luz para responder a esa pregunta… cuando algún «hermano» (aquí sí me sale la palabra) se te acerca y te dice: «reza por mí que lo estoy pasando mal; tenme presente en la Eucaristía para que el Señor me ayude a tomar una decisión».
Qué bien me siento cuando alguien se ofrece: si algún sin-papeles necesita ayuda, yo quizá podría echarle una mano…
Qué bien me hace cuando alguna persona (un «hermano») te dice: si hay por la zona alguna persona mayor muy sola que necesite alguna ayuda o compañía (gratis, claro), yo estoy disponible.
Recuerdo a cierto«hermano» que me decía: si hay alguna persona auténticamente necesitada de comida, me la envía a mi Supermercado, y le lleno el carro con productos que en pocos días acabarán en la basura, pero que aún están bien.
Padre, si quiere mandarme algún necesitado al bar… un bocata y un café no le van a faltar. Hágalo con toda confianza…
Me ofrezco a pagar los libros del colegio de alguna familia con dificultades económicas…
Cuando esto no es así, cuando estos casos son más bien excepciones, lo de la «corrección fraterna» se vuelve misión imposible. Porque la corrección ha de ser «fraterna». El mensaje de Jesús y del Profeta Ezequiel subrayan con claridad que si mi «hermano» anda perdido, me tiene que preocupar, me tiene que doler, me tengo que sentir urgido a «ganármelo» (mejor traducido que «salvarlo», según el texto litúrgico) como sea.
No me puedo reunir «en el nombre del Señor», sin hacer mía su inquietud por la oveja que se perdió, por el hijo que no está en casa… No podemos celebrar auténticamente la Eucaristía, sacramento de la fraternidad/unidad, si no hay experiencia de fraternidad, de «comunión», y la cosa queda reducida a «oír» o «asistir a misa». «Sabrán que sois mis discípulos por el amor que os tenéis unos a otros». No por abarrotar un templo, o seguir escrupulosamente los ritos litúrgicos, o…
Considero que una de las tareas más urgentes de nuestra Iglesia (diócesis, parroquias, etc) es buscar medios y gastar todas las energías necesarias para que seamos comunidades de hermanos, que digan algo significativo a esta generación tan sedienta y necesitada de ternura, cercanía y comunicación profunda. «Mirad cómo se aman, se ayudan, comparten, se apoyan, se acompañan, disciernen juntos… Luego ya vendrá el plantearnos como hacer una corrección «fraterna».