MENSAJE DOMINICAL

Ultima colaboración del Pbro. Vicente Girarte Martínez (q.e.p.d.)

SAN TÚMISMO

Hay lugares donde sopla el Espíritu, pero hay un Espíritu que sopla en todos los lugares. Hay personas a las que Dios toma y pone aparte. Hay otros a los que deja en medio de la gente, a los que «no retira del mundo». Esta es la gente que tiene un trabajo ordinario, que tiene un hogar ordinario o son solteros ordinarios. Gente que tiene enfermedades ordinarias, con su pena ordinaria. Gente que tiene una casa ordinaria, que viste ropas ordinarias. Es la gente de la vida ordinaria. La gente que se encuentra en cualquier calle. Aman la puerta que da a la calle, como sus hermanos invisibles al mundo aman la puerta que se cierra definitivamente tras ellos. Nosotros, la gente de la calle, creemos con todas nuestras fuerzas que esta calle, que este mundo donde Dios nos ha puesto, es para nosotros el lugar de nuestra santidad. Creemos que no carecemos de nada, porque, si algo de lo necesario nos faltara, Dios ya nos lo habría dado.

Madeleine Delbrêl

Celebramos la fiesta de Todos los Santos.

De algunos sabemos muchas cosas, porque se ganaron el cariño de mucha gente, y han ido poblando los retablos y altares de las iglesias y catedrales, han sido nombrado patronos de grupos, ciudades, países, se ha impuesto su nombre a los recién bautizados, han congregado seguidores que han mantenido vivo su carisma…

Pero yo os quiero hablar hoy de un santo menos conocido: San Túmismo. Es de la misma raza que San Francisco, San Ignacio, Sta Clara o San Antonio Mª Claret. Pero es menos famoso.

Esta es su vida:

Nació como los demás santos: pequeñajo, desnudo, feúcho y pelón y con toda la piel arrugada…  Tan feo como cualquier niño pequeño… o tan guapo, según quién lo mire (sobre todo si lo mira su abuela).

Hubo santos y santas que, ya desde su más tierna infancia, dieron muestras asombrosas de santidad: santas criaturas que tenían apariciones y fenómenos místicos, santos niños que se quedaban extasiados en oración, y hasta se cuenta de algunos niños de pecho que no mamaban los viernes y los días de ayuno cuaresmal.

Pero este santo del que os estoy hablando fue de otra clase. De esos que, como San Agustín o Sta Teresa de Jesús, empezaron a ser santos más tarde, bastante más tarde, o incluso muchísimo más tarde… pero que terminaron siendo santos.

La infancia de San Túmismo fue bastante corriente. Es verdad que tuvo algunas cosillas buenas. Era buenillo un par de días al mes. ¡Porque otros días era más trasto….! Varias veces después de comulgar prometió a Jesús que iba a ser muy bueno. Y rezaba sus oraciones todas las noches… que se acordaba y que no se quedaba antes dormido.

Por otro parte, San Túmismo hizo de niño, de adolescente, y de joven otro montón de cosas que no tenían nada de santas: No se llevaba bien con sus hermanos, no volvía  a casa a la hora que había prometido a sus padres, escondió las notas, le echaron de clase en el colegio, no estudió lo suficiente, fumó lo que no debía, se aprovechó de sus amigos muy egoístamente, se marchó de alguna tienda sin pagar, y se «encontró» en sus manos algunos euros que antes estaban en el monedero de mamá… Y sobre todo hizo un montón de veces lo que le dio la realísima gana.

Tuvo, por supuesto, algunos gestos de generosidad que no hace falta detallar… junto a muchos caprichos, vulgaridades y comodidades que es mejor no explicar.

Nadie hubiera dicho por aquel entonces que San Túmismo iba para santo.

Nadie lo hubiera dicho… excepto Dios. Dios sí. Dios tenía en el bolsillo del corazón un montón de Espíritu Santo para hacerle santo.  Dios es admirable en sus santos. Sobre todo en aquellos que lo fueron después de haber sido unos impresentables.

Lo que vino después, en su juventud, fue un poco triste, la verdad. San Túmismo se dedicó a convencerse a así mismo de que era de los buenos, e incluso mejor que los demás:  Se apuntó a un voluntariado, se confirmó, procuró no meterse en líos, sacar adelante sus estudios… y se convenció de que ya estaba haciendo lo que Dios quería. No hacía cosas malas. Por lo menos, no era peor que la mayoría de sus amigos y conocidos. Pero tampoco hizo otras cosas que tendrían que hacer los cristianos normalitos. No se preocupaba gran cosa de los demás. Puso sus estudios en primer lugar, y después su trabajo. Su agenda estaba bastante ocupada con el deporte y el gym, el ordenador, las redes, su pareja… Al menos sí que estaba un poco pendiente de sus amigos, y a veces -sólo a veces- de su familia y de lo que necesitaban de él en casa.

Pero un día le ocurrió una cosa muy rara: Abrió, no sin esfuerzo, pero abrió su corazón a la Palabra de Dios y…

Fue un primero de noviembre, cuando  oyó aquel Sermón del Monte, aquellas Bienaventuranzas, donde Jesús proclama nueve veces quiénes tienen la clave de la felicidad… Y pensó, sin complicarse con cosas raras que, por de pronto, podía decidirse a hacer bien hechas todas las cosas que siempre hacía a medias, y a menudo con rutina y desgana.

Y además tuvo una gran idea: Se puso a ORAR. Se plantó como un valiente delante de Dios y le dijo: – Señor. Estoy decidido a hacer bien todas las cosas porque… porque eres estupendo, y hacer las cosas bien por ti merece la pena. Pero verás, es preciso que tú me ayudes, porque yo soy un inútil y un egoísta y un pedazo de esto y de lo otro…

Y claro, Dios, que es capaz de hacer santo al más inútil, siempre que uno colabore un poco, le ayudó. San Túmismo puso un poco de su parte:

– y hacía su trabajo de siempre mejor y más alegremente

– aguantaba con mucha paciencia las “cosillas” del prójimo, y cuando le faltaba la paciencia, iba a Dios y le pedía un poco más.

– procuró no montar líos en casa y aprendió a decirles (¡en buena hora!) que les quería un montón

– Siempre buscaba algo de tiempo y algunos dineros para entregarlo a los que tienen menos.

– Y no le faltaba (casi) nunca un rato para estar a solas con Dios y hablarle de tantos hermanos suyos que iba descubriendo que, con su ayuda, eran un poco más felices. Él mismo empezaba a ser, cada vez más, un bienaventurado.

Lo de San Túmismo no fue uno de esos prontos que a veces nos dan y que duran unos pocos días, y luego vuelta a lo de siempre. Fue en serio. Empezó a ser un buen cristiano en su vida de todos los días, con la ayuda de Dios… aunque de vez en cuando seguía teniendo sus fallos. A todos los santos les ha pasado. Pero luego se arrepentía y empezaba a hacer las cosas otra vez como es debido, como Dios manda.

Y así hasta que se murió. No ha quedado constancia de qué. Pero se murió, probablemente, de lo mismo que se muere todo el mundo: de una angina de pecho, de un cáncer, de un accidente de tráfico, o de un catarro mal curado. Y no dijo una de esas frases importantes cuando se moría.

Cristo sí que la dijo: “Ven bendito de mi Padre al Reino preparado para ti desde el principio del mundo”. No hizo milagros ni de vivo ni de muerto (que sepamos). Pero de vivo hizo las cosas como deben hacerse, lo cual es muchísimo mejor que hacer milagros. No le canonizaron, porque no van a canonizar a tantos San Túmismos como hay por ahí. E incluso por aquí. Sin embargo Dios sí lo canonizó allá arriba, y le dejó verle cara a cara como a la Virgen, a San Pablo o a San Juan de Dios.

Esta es tu vida. La de San Túmismo. A lo mejor los datos que he presentado no son del todo correctos, pero estoy dispuesto a que me mandes un correo corrigiéndome… por si algún día se publicara tu historia. Ojalá que te animes a ser «Túmismo» como Dios te ha soñado… Como bien ha dicho James Martin, sj: «Para mí ser un santo significa ser yo mismo. Por lo tanto, el problema de la santidad y la salvación es, de hecho, el problema de averiguar quién soy y de descubrir mi verdadero yo.»

Y ojalá también podamos ponerte algún día el «san» por delante de tu nombre. La verdad es que no es tan difícil. ¿O sí? Ya hemos dicho que Dios se encargará de hacerlo si nosotros no lo hacemos. Hoy es tu fiesta

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