TAPABOCAS POR LOS OLVIDADOS

Por: Jesús Ávila Zapién

Sahuayo es un espejo que se mira a sí mismo entre sus calles: es sus hijos, gente que arremolina sus afanes a este nido geográfico -tan metafórico como el retorno a Ítaca-, de un irrumpir por las banquetas, con el tapabocas colgado a las orejas cual incómoda hamaca, mientras los medios inoculan por los escaparates la esperanza hecha vacunas.  El mal, antesala de la muerte que intermitente ronda por las plazas a jóvenes o viejos que descreen, es esa sombra virulenta que todo invade, sin atenuar el ritmo de persecución, pisando talones al jolgorio y la aventura. Somos una raza que ingenua vitorea la inexistencia del peligro y se la juega a una sola carta: su infortunada suerte.

Las primeras heladas aguijonean la piel de madrugada, y los periódicos rotos que sirvieron de cama al indigente se arrastran por las losas del portal con su noticia ignota, mientras el miedo silba su melodía extraña entre el asfalto, en el fluir del día que se mece por las ramas del año que comienza. ¿Cómo descifrar la partitura que azota con cristales de frío a la razón, con su caligrafía secreta de advertencias ignoradas que las generaciones gritan bajo sepulturas? Hay distintas maneras de discernir la vida; la nuestra es el festejo, afín al abandono y al descuido. Sahuayo, ciudad o tómbola que racionas el espacio donde jugamos todos a ganar, pero sin duda, siempre habrá quienes pierdan…     

Estas mismas calles que gráciles dibujan sus banquetas y el trajinar de los vehículos atosigantes de música, ven venir por igual al que sonríe o sufre, al desvalido que arrastra su alma para barrer miradas de silencio; quien, llegado al colofón de la plazuela, se tiende en una banca que lo ignora con sus hierros de témpano, como si al acogerlo le negara el afecto. Y al amparo de sombras, es tan escenográfico el desfile de olvidados… el borrachín de barrio y su afamado “equilibrio”; la viejita sin rumbo que hurga los “tesoros” del contenedor; el paria perfumado de thinner; la feliz nostalgia de esa muchachita que rebasó el umbral de la decencia con monedas de sexo; el suicida en potencia, aferrado a un poco del cariño de antaño. ¡Cómo contrastan con la idea de progreso!, sin la equidad prescrita del rezo al acto. 

Una voz inaudible, estampada en los rostros aturde hasta el cansancio, pero nadie la escucha. Ellos, cabizbajos, proseguirán su ruta hacia la nada por mapas del dolor, donde nada ha cambiado, sino el blanquizco espacio de una palabra a otra en el renglón del tiempo. Siempre siguen distantes junto al otro, restregando al transeúnte sus abarrotes de ocio, embrocados al suelo miserable de una tarjeta postal que nadie compra.      

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