“EN EL SENSUAL MURMULLO DE LAS AZOTEAS”

                                                                                           Por: Jesús Ávila Zapién

    «El panorámico andar ya se detuvo donde, el pie, falto de suelo y optimismo pudo constatar la irresistencia atroz del aire, que te jala la suela así implicada, tal vez queriendo succionar al precipicio tu caída. Y la bufanda, como rosa irisada o bandera pendular certifica tu grado de aproximación al miedo, y coteja, por la inclinación del ángulo que incide en tu vapuleado cuerpo, el sutil desequilibrio, tras el drástico estertor del viento».

    La espera nublada entre las azoteas una típica tarde de insomnio moreliano. Las ropas colgaban sus angustias de vals desfallecido, de velada pasada, escurriendo los últimos vestigios de aquel ínfimo perfume delator. Todo ese cuadro de fríos lavaderos en caravana de piedra y tinacos de asbesto deslustrado por la huella del tiempo con sus máculas verdosas, el brillo de sus escotillas y el hierro retorcido de sus escaleras no hacía sino impregnar el cuerpo de un denso escalofrío, de un sopor de invierno que templara los huesos al instante, circundando en su velo los recuerdos del trágico suceso de noches atrás.
Si, de noches atrás en que la sombra era el resguardo de aquel cuerpo moreno de insurrecta cabellera, inmerso en la mezclilla azul de un entallado jeans, cuyo contorno febril le resaltaba con salvaje cometido un esbozo arquetípico de su feminidad, esculpido por la tibia transpiración de la forma entre los lindes de la blusa. Provocación subterránea, zurcida de un lenguaje voluptuoso, mimetizado en el dintel nocturno del acceso.

    De mirar insidioso, al que, fingida indiferencia, delataba un aire de inocuo placer por la aventura. Con esa rara dote de infringir mil dudas al antojo en un sutil juego de engaños. Primero, solía evadirme en la premura repentina del desaire, tras su rítmico paso, acompasado, fogoso, anestésico… luego, intercalando miradas incitantes con pasionales mueca de dominio, parecía vociferar: “¡Ven”!… y justo así, perpetrar su ardid, irguiendo “lo privado”, desanudando el más cóncavo género de mi viril esencia.

    Así la concibo, caprichosa, ingenua, quizás hasta perversa, trepando por los escalones del apartamento en dirección al techo, sigilosa y furtiva, rumbo a la azotea.

    El acercamiento a la tibieza de esos labios, al perfume picante y sentencioso de su cuello, narcotizando mis sentidos, ¡desbocándolos!… con su respiración entrecortada y mi deseo. Paréceme aún sentir en la mejilla la aspereza de aquel suéter verde, restregado con sus hilos de estambre. ¡Ah… la suave ondulación de esa cintura galopante, al insinuar ardiente su secreto!

    Después, vendrían las citas no habituales, impensadas, en el angosto pasadizo de aquellas escaleras; su charla banal y mi atención bifurcada en ardientes elucubraciones, repasando mentalmente los rincones “propicios” al carnal desfogue, por la táctil penumbra del silencio (la mutua sonrisa complacida por un pacto sin traza o compromiso). Por lo demás, un lazo ufano (acaso instinto) de un apego compartido. ¡Esa costumbre suya tan soez de repetir mi nombre justo en el resuello que antecede al espasmo!  Amorío de promesas nunca dichas sí acaecidas en la fugaz hoguera del momento.

    Noche, idilio, placeres yuxtapuestos de siluetas aclaradas por la luna en el andén sombrío de las azoteas sobre el tétrico piso, y el paisaje ignorado de los edificios en la altura, sentenciaron el tacón vacilante sobre el muro quebradizo, en ese punto en el que la firmeza cede pie, ante el límite cercano al borde del ladrillo, y en el que el ciego impulso de los cuerpos ante la repulsión del vacío, no basta para romper la inercia del brusco inequilibrio.

    ¿Qué nos depararía el azar después de esa amargura ruin sobre el dosel punzante? ¿Darían los vuelcos de la gravedad en su trastocar hiriente un revés a nuestra historia inconclusa y sosegada, cuando el cráneo percibiese en el espacio su cercanía de suelo?  

    Sólo el rumor en este patio triste de azotea (donde hoy escurren las prendas implicadas en el infortunio) coadyuva a dilucidar la incertidumbre que esa absurda caída propició en lo más ignoto de mi escepticismo; dejándome inferir que sí existen los milagros, toda vez que, después de esa inefable y acrobática aprehendida del alfeizar, no la pienso ya suspendida como entonces,oscilando su soberbia figura en el vacío   sino que, suelo verla ilesa, contornearse en los pasillos en brazos de algún otro, y, destilar, encima, ese apócrifo veneno, difuminado en su desdén de hielo, sofocando el crepitar de pasiones aún no extintas.

     Como si aquel giro azaroso a las lozas del abismo, que burló la inexistencia misma: petrificado y solo, ¡inextricable!, ante lo impúdico de su inconsciencia fuese, un cruel salto al olvido.

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