LA CASA “ECOLÓGICA”

                                                                          Por: Jesús Ávila Zapién

Era una casa construida al sol. Le cubrían unas lonas venidas de un deseo hospitalario más que de la caridad. Estaba ahí, enclavada en la campiña tras la cerca de alambre, a la mirada de todos y a la vez de nadie. Al acercarme, me recibió a ladridos una feroz jauría, asediando cualquier intrusión. Era la casa más “ecológica” del mundo, construida con leños de los cerros, hojarascas, mecates, lonas y bolsas recicladas de algún basurero, que acopiaban enseres de innumerables géneros. ¿Quién vive aquí? vociferé temeroso, escuchando cómo el eco se llevaba las últimas sílabas entre los matorrales, despertando la furia de los canes, que desgarraban a mordiscos el aire, disuadiéndome de saltar la cerca. 

No tardó en emerger del interior su propietario, llamado Manuel. A todas luces, exiliado de parientes o amigos por voluntad propia. Un asceta al que ni las condiciones insalubres de tan peculiar vivienda, ni los 75 años tras su curvada espalda parecían doblegar en absoluto. Cuando le pregunté su procedencia, dijo –con una sonrisa– ser de todas partes. Era un férreo labrador que nació por accidente en un pueblo vecino. Había trabajado en los cultivos de fresa; por ahora, en cuanta labor le encomendaran. En estos rumbos, cazangueaba los ramales con la guadaña al puño, ganándose unas monedas muy de vez en cuando. Ante la obligada cuestión sobre la índole “paracaidística” de su casa, me aseguró que tenía permiso del dueño de la tierra para establecerse ahí. Insistí en las penurias del ruidoso aguaceral sobre los hules o las incontables goteras, pero objetó que no se mojaba en absoluto. Parecía vivir a gusto en esas precarias condiciones, y le creí del todo (no tardaría en enterarme que la noche anterior, resbalara entre los lodos de la tromba, lastimándose el hombro). Su mirada, aún no contaminada por los convencionalismos de la “civilización”, trasmitía una pureza indescriptible; no obstante, una suerte de aspereza en su semblante prorrogaba mensajes inconexos, incomodando al trato. Su condición adversa jamás le otorgó ventura alguna: su padre había muerto por la golpiza propinada por un yerno, cuando Manuel era menos que un niño (episodio que narra con la mano empuñada y la rabia contenida, deformándole el rostro).  Este hombre de caminar truncado, desde siempre se aventuró a sortear la muerte en cada paso, igual que a las espinas de los huizachales. Por extraño que parezca, ante la indiscreción de mis indagaciones, invariablemente esboza una sonrisa, soterrando su condición atroz con el ímpetu de la supervivencia. Al preguntarle si sabía trabajar en algo, sin titubeos, apuntaría hacia un lado de la choza, donde una parcelita de maíz, año con año ondea libres sus espigas. Luego, moviendo a gran velocidad las manos, como si esgrimiera el aire, me alardeó de estar fuerte para cualquier faena. Y se lo creí.

Al día siguiente que volví a buscarlo emergió somnoliento, sin camisa, se notaba que los bravucones perros hacían inútil cualquier otro despertador. Los horarios o el paso del tiempo que a cualquiera nos ata, parecían a él tenerlo sin cuidado. Riendo, como de costumbre, consintió las bondades del papel moneda envuelto en una piedra, con el que esquivé la zanja de nuestra separación.  Ya entrado en charla, de una cartera maltrecha extrajo unos papeles. Uno de los cuales, dijo –atareado en demostrarlo– era el acta de su nacimiento. Pareciera con ello querer constatarme su existencia, reducida en ese instante a un solo punto entre la marginación más absoluta. Luego, quizás movido por la humana vanagloria, consintió unas fotografías. Más, de repente, rompiendo un aparente regocijo, afrontándome con la severidad más impensada posible, me advirtió que ya no lo buscara ni revelara a otros la ubicación de su morada, puesto que él a nadie pedía ayuda, sin que por ello el trabajo o la comida le faltasen. Volví a creerle…

Absorto, me alejé de inmediato. Aún sigo alejándome, como todo el que se cruza en su camino, tildándolo de loco. Él lo soporta, porque sospecho que a ningún precio estaría dispuesto a revelar a nadie el enigma –tan íntimo y secreto– de su felicidad.

(Nota a pie de página: Del tiempo a la fecha, la gente piadosa y siempre hospitalaria de San Pedro Cahro, y hasta quizás en acuerdo con alguna autoridad, le construyeron a Manuel una rústica vivienda de tablas, suficiente para enfrentar las inclemencias, surtiéndole de víveres y algunos presentes que él insiste en arrumbar para salir al sol, respirando el frescor de los huizaches en su exilio de paja, escoltado por la ruidosa furia de sus perros leales).

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