EN LA ESPIRAL
Vicente González García
“CREAR ESTRUCTURAS JUSTAS, ES CONDICIÓN PARA UN ORDEN JUSTO EN LA SOCIEDAD”
Es una realidad probada que los gobiernos no tienen por oficio conducir a la persona humana a su perfección espiritual y a su plena libertad de autonomía, es decir, a la santidad.
Sin embargo, estos sí tienen la obligación de conducir sus acciones a desarrollar políticas públicas que garanticen todas aquellas ayudas (llámense económicas, sociales, educativas, políticas, culturales, etc.) que necesita para afrontar con dignidad humana todas sus responsabilidades.
Estas responsabilidades (por cierto, ineludibles para quienes gobiernan) fundamentalmente tienen que ir encaminadas hacia la familia que es el corazón natural de la sociedad, así como lo enmarca el CIC: “Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana, y la dotó de su constitución fundamental. Sus miembros son personas iguales en dignidad. Para el bien común de sus miembros y de la sociedad, la familia implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y deberes” (CCI 2203).
El bien común, también exige que los gobernantes y legisladores elaboren y aprueben aquellas leyes que favorezcan y protejan la unión matrimonial y la familia completa como es espacio único y más adecuado para la acogida responsable de los hijos, para su educación y para el bien de la pareja.
Por ello es importante reafirmar que, “la comunidad política” tiene el deber de honrar la familia, asistirla y asegurarle, entre otros derechos,: la libertad de fundar un hogar, de tener hijos y educarlos de acuerdo con sus propias convicciones morales y religiosas; la protección de la estabilidad del vínculo conyugal y de la institución familiar; la libertad de profesar su fe, transmitirla, educar a sus hijos en ella con los medios y las instituciones necesarios; el derecho a la propiedad privada, a la libertad de iniciativa, a tener un trabajo, una vivienda; y conforme a las instituciones del país, el derecho a la atención médica, a la asistencia de las personas de edad, a los subsidios familiares; protección de la seguridad y la higiene, especialmente por lo que se refiere a los peligros de la droga, la pornografía, el alcoholismo, etc.
Es también muy significativo que quienes gobiernan asuman una firmeza más ética en estos asuntos que a todos interesan.
Y, es que, hoy, esos anhelos de paz, de fraternidad y de felicidad, como lo señala el Documento de Aparecida, siguen sin encontrar una respuesta cierta.
Por ello, en medio de la insensibilidad ante el sufrimiento ajeno, los ataques a la vida intrauterina, la mortalidad infantil, el deterioro de hospitales de asistencia social, así como la diversidad de formas de violencia sobre niños, jóvenes, hombres y mujeres, hoy se sigue reclamando una justa solución.
Aunque gran parte de estos problemas y sus soluciones atañen a la autoridad civil, también como sociedad nos ubica en la justa dimensión de una responsabilidad ineludible. Pues como creyentes católicos seguidores de Cristo, nos obliga luchar por la vida, la dignidad y la integridad de la persona humana, puesto que la defensa fundamental de la dignidad y de estos valores “comienzan en la familia”.
Así pues, como lo expresó el ahora Papa Emérito Benedicto XVI en el santuario mariano de Aparecida: “….Deben abrir caminos hacia la civilización del amor. Para que nuestra casa sea (un lugar) un continente de la esperanza, del amor, de la vida y de la paz hay que ir, como buenos samaritanos, al encuentro de las necesidades de los pobres y los que sufren y crear “las estructuras justas que son una condición sin la cual no es posible un orden justo en la sociedad….”
“…Estas estructuras, agregó, no nacen ni funcionan sin un consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre la necesidad de vivir estos valores con las necesarias renuncias, incluso contra el interés personal”, y “donde Dios está ausente (…..) estos valores no se muestran con toda fuerza ni se produce un consenso sobre ellos”.
Pese a lo antes citado, aunque cuesta reconocerlo, en muchas de nuestras comunidades siguen en incremento padres y madres de familia, que se quejan porque sus hijos no valoran la fe cristiana de la familia, la ignoran o incluso la contradicen de palabra y obra. Muchas veces esos padres se sienten culpables de no haber sido capaces de transmitir a los jóvenes miembros de sus familias la vida cristiana, que ellos aprecian tanto, aunque a veces tampoco la vivan con suficiente coherencia.
También, ¡por qué no decirlo!, son abundantes los papás y mamás que están verdaderamente interesados porque en sus hogares se estudien y practiquen los valores cristianos y porque Jesucristo sea el centro de la vida de sus familias.
Así pues, no subestimando los signos visibles del desorden moral que estamos viviendo día a día en todos los campos de la vida social. Necesitamos ir más a lo concreto y no seguirnos engañando al creer que con la sola buena intención estamos colaborando al remedio de los graves problemas que siguen carcomiendo las fibras morales que nos sustentan como sociedad.
Necesitamos quitarnos la venda de los ojos y ver lo que está sucediendo frente a nuestras propias narices. Parece una verdadera pesadilla ver el sufrimiento por el que está pasando muchísimas familias, ya sea por la pobreza, víctimas del hambre y las enfermedades, carentes de una vivienda digna, y de servicios sanitarios; niños que viven permanentemente en las calles debilitados por el hambre y la enfermedad, sin protección alguna, y sujetos a tantos peligros, no excluida de estos, la droga y la prostitución; lugares donde se suscitan y perpetúan odios y venganzas; hombres que no encuentran empleo, etc., etc.
Debemos darle vida al principio de solidaridad frente a la caduca voluntad de la tiranía; HAY QUE ALEJARSE DEL PODER QUE OTORGAN LAS RIQUEZAS, DEL LUCRO Y DE LAS INJUSTICIAS QUE NOS TIENEN ATRAPADOS Y QUE AHOGAN LA HERMANDAD Y LA CARIDAD.
Hoy pues, estamos presenciando una descomposición indecible del tejido social. Esto sucede porque muchas familias vivimos en un mundo muy cambiante que pide actitudes nuevas en la tarea de introducir a los hijos en los valores y los estilos de vida que les permitan integrarse positivamente y con coherencia a la comunidad cristiana.
Y es que, no siempre ha habido aciertos a la hora de vivir, comprender y proponer la fe cristiana; que ahí se halla una de las causas principales de la debilitación de la misma y, por consiguiente, de las grandes dificultades que se experimentan en la transmisión a los hijos.
Con triste regularidad no dejamos sitio para Dios en nuestra vida diaria, porque desconfiamos o nos avergonzamos de nuestra fe en Él. Preferimos Pero, en contraste, dejamos demasiado espacio para la duda, la indecisión y la superstición. No nos preocupamos de alimentar nuestra fe. Por ello, constantemente la fe se apaga porque abandonamos al Dios que la nutre y le da vida.
Ahora, debemos preguntarnos y contestarnos sin pretexto alguno: ¿Buscamos acomodarnos al mundo o conocer a Jesucristo por el camino de la entrega total a Él? ¿Estamos dispuestos a hundir nuestras raíces en Jesús, o anhelamos dejar que algunas se sumerjan en los valores del mundo?
La propuesta es clara: Nos casamos con proyecto de Dios, o preferimos seguir succionando los placeres que ofrece la gran ubre del mundo”.
……Hasta la próxima, si Dios, nos lo permite…….