DOS CUENTOS BARROCOS
Por: J. Jesús Avila Zapién
TESTAMENTUM
Recorrí las polvorientas tumbas del panteón de Lutremo, pero justo en la verja oeste, a los pies de un montículo de tierra con la cruz retorcida, yacía un envoltorio de plásticos deteriorados.
–Puedes quedártelo. –Profirió el guardián del camposanto– A pesar de los cientos de dolientes que visitan las criptas y sepulcros, jamás nadie ha osado tomar el paquete de quien muriera inexplicablemente, hace más de medio siglo.
Decidí guardarlo recelosamente en un rincón del ático. Allí permaneció dos décadas de dudas, temores y supersticiones, hasta un día como hoy…
Al entreabrirlo, la letra script martillaba las hojas de un manuscrito semi gótico, apenas legible. La negra cubierta de un abultado tomo se partía, sin autor, efigies ni título. En la entre tapa, una deslustrada misiva de áureas letras, roídas por el moho, sentenciaba:
“Prisionero de ti, ente de asfalto, sicario de un futuro decrépito… cómo osaste instigar de la muerte mis memorias bélicas, sin otra lógica que tu intrusión de fisgo. ¡Puta la vida que asintió divulgar este misterio que se cierne a tus ósculos de vil gusano! Pagará malditas culpas tu osamenta en un voraz mausoleo relegado del mundo, por la inclemente cábala de esta retórica jamás urdida”. (Marq. de R.T. XII-26-1687).
Desde que entregué el manuscrito a mi editor de Papúa, no convenimos el precio por el plagio. Él me ofrece, de entrada, diez millones de rupias por ceder los derechos.
(Lástima que ayer, –escrito en mano– le encontraran en su bungalow, sin vida).
CONTEMPORANEIDAD
Cuentan que al laureado poeta de la Nueva España don Juan de Torres y Subiza, Marqués de la Villa de Atzahuayo, y fiel devoto de la Santa Túnica, le fue concedido, en su lecho de muerte, conocer un verso memorable de cada uno de los siete siglos venideros.
¡La fiebre arreciaba!… levantó la cabeza hacia las vigas y ante el relampaguear glorioso del instante, leyó impaciente entre celajes que nublaban su vista:
(Siglo XVI: “: “Resuelta en polvo ya, más siempre hermosa”)
(Siglo XVII: “Detente, sombra de mi bien esquivo”)
(Siglo XVIII: “Esta corona, adorno de mi frente, esta sonante lira y flautas de oro”…)
Llegado a este punto se extasió en febril ausencia…
(Siglo XIX: “¿Qué signo haces, oh cisne, con tu encorvado cuello?”)
La duda en tan flamante verso comenzó a turbar su rostro:
(Siglo XX: “Hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y espanto”)
Cambió el talante, y al ver:
(Siglo XXI: “Joder a cuatro patas, hasta sentir el culo de la noche y romper a palos el espíritu de Dios”)
fue arrugando su tez cual si embutiera, de golpe, algún confite emponzoñado.
(Sig. XXII: “Excrementación silábica, ansia coprófila y bendita que intrincáis mi grupa”)
Anonadado por los dos últimos versos, retorció la conciencia su degüello de olvido. Por once noches y once días gravitó su alma el callejón de la Condesa. El otrora poeta, –cuenta un Oidor de vuestra Real Audiencia–, salvó de milagro el pellejo, y cabizbajo, en su rictus, la demencia le dejó venir indiferente al mundo por dos años más en el mesón de Castilla, donde murió una tarde, impávido y tieso, afín a los agriados labios que lo ataviaran burdos, temblorosos.