Día de Muertos en Michoacán: un viaje al más acá

La Noche de Muertos en Michoacán es un viaje al más acá. No hay duelo, no hay llanto, inquietud, ni incertidumbre, es una celebración en la que las familias esperan con regocijo el retorno de las ánimas y el reencuentro con los seres amados que han partido a otras galaxias. Las tradiciones de Día de Todos los Santos y Noche de Muertos en nuestro Estado son una manifestación viva, creciente, pujante y cambiante que se transforma año con año, pero mantiene sólidos e inamovibles sus principios, porque son heredades propias de la unión de dos culturas, dos religiones, dos cosmovisiones y dos maneras de atisbar desde el más acá hacia al más allá.

Cuando llegaron los europeos a estas latitudes de los cazonzi y los tatá khéri se encontraron con rituales en los que se rendía culto a las ánimas, a los guerreros caídos en batalla y a los dioses, a quienes se esperaba a mediados de año en una celebración en tiempos en la que terminaban las siembras.

Los conquistadores se maravillaron con los credos de los tarascos prehispánicos y dieron cuenta de su mitología, de su cultura, de sus creencias y de sus costumbres a través de lienzos como el de Jucutacato, por ejemplo.

Los tarascos tenían claro que había tres niveles del universo: el inframundo, el mundo y el cielo. Que en todo imperaban cuatro elementos: el agua, la tierra, el fuego y el viento. Que a las ánimas había que esperarlas con regocijo, flores, viandas y copal.

Por influencia de los españoles y de su religión las celebraciones se cambiaron de fecha y quedaron para el último de octubre (para los angelitos) y los primeros dos días de noviembre (para los adultos) y se les agregó la cruz y otros elementos fundamentalmente cristianos.

De ahí que en los altares-ofrenda de casa y en las ofrendas de panteón sea evidente el sincretismo religioso, en virtud de que los lugareños de diferentes pueblos de la Zona Lacustre de Michoacán incluyen elementos propios de la cultura tarasca y, además, suman otros intrínsecamente relacionados con el cristianismo.

A diferencia de otras latitudes del territorio mexicano, en nuestra región a los altares se les dota de los tres niveles referenciados, amén de que se incluyen los cuatro elementos de la naturaleza, así como sal para la incorruptibilidad de la vida, copal para la purificación del ambiente, flores para adornar, aromatizar y señalarle el camino de regreso a la ánima, calaveras de azúcar para que el muerto se endulce el paladar, pan como símbolo de vida eterna, amén de que también alude al pan de la vida que se menciona en las celebraciones católicas.

Si la persona a la que se rinde culto tiene menos de un año de fallecida se coloca un arco en el altar-ofrenda, con el que se anuncia que se espera el ánima de una persona que murió entre el 3 de noviembre del año anterior y el 1 de noviembre del presente.

EL CULTO A LA VIDA No hay una tradición de Noche de Muertos representativa de Michoacán, no, no la hay, aunque instituciones municipales y estatales den a entender que sí existe; tampoco hay una de todos los pueblos tarascos (o purhépecha, para mí es lo mismo), porque cada comunidad ofrenda de diferente manera, esto es que no se hace lo mismo en Tzintzuntzan, Janitzio, Pátzcuaro, Ihuatzio, Cucuchucho, Jarácuaro, Santa Fe de la Laguna, Cuanajo y/o Tiríndaro, por ejemplo.

Cada uno tiene su manera particular de ofrendar. Pero todas las poblaciones saben que el culto a la muerta es un culto a la vida, porque se da el regreso de las ánimas al más acá, es decir que en creencia de los tarascos hay una resurrección, por eso esperan a sus seres queridos para celebrar con ellos, para festejar, para convivir, comer y beber juntos.

El retorno de las ánimas al más acá se da a las cero horas del 2 de noviembre y su partida al más allá es a las 12 de la noche de ese mismo día. Esto es que el difunto se queda 24 horas con sus familiares. Así sea.

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